Un análisis que, desde la psicología social, explica por qué la revolución de Nicaragua en 1979 significó tanto para una generación.
8 de mayo de 2023
*Florentino Moreno Martín es profesor de Psicología social de la Universidad Complutense de Madrid. Vivió en Nicaragua entre 1982 y 1984. En 1989 realizó un estudio en las zonas de guerra de Nicaragua y en los campamentos de refugiados contras del sur de Honduras para conocer el proceso de socialización bélica de la infancia nicaragüense.
Todos sabemos que pertenecemos a una generación de forma intuitiva. Aunque estemos cosidos como cosechas del tiempo a nuestra generación, no hay forma de marcar sus límites de un modo preciso. Por eso, aunque su gestación fuera caprichosa, las etiquetas generacionales fueron durante décadas el instrumento para agrupar la sensibilidad artística, el “espíritu del tiempo”. La generación del 98 fue una ocurrencia de Azorín en 1913 que tiñó de pesimismo la producción finisecular; en el año 1927 la foto de un grupo de poetas fijó los confines de una forma de hacer literatura que llega hasta los libros de texto de nuestros días. La generación del 68 reinó por décadas en Europa como modelo. Fueron rompedores y contestatarios, encontraron la playa bajo los adoquines de París y sepultaron el autoritarismo. Eso dicen. Después vinimos nosotros. Nosotros y nosotras.
Tuvimos mala suerte con la etiqueta generacional. En 1991 Douglas Coupland publicó “Generación X” una novela en la que describía a los veinteañeros de aquella época: una generación sin ilusiones ni proyectos ¿Su identidad? Llámalo X. Así de espurios son a veces los inicios de las cosas importantes. Se instalan en el lenguaje y marcan tendencias a veces tan duraderas que luego le siguieron la generación Y, y la Z.
Probablemente lo único que unifica este baile de nombres y de fechas es que el marchamo de una generación se cuaja entre la adolescencia y, más o menos, la treintena. Lo que sucede en esos años es lo que unifica el sentimiento generacional. Las canciones, las guerras, los cambios tecnológicos que nacen entonces nos hacen “de los nuestros”. Después, con ese equipaje de rasgos distintivos incipientes, la nueva generación va colonizando los espacios que dejan las precedentes y durante unas décadas se adueñan del nombre de las cosas llamándole sentido común. Ortega y Gasset, puso en el punto cero de su método para agrupar generaciones el año en que los bolcheviques asaltaron el palacio de invierno: 1917 supuso un cambio radical del paradigma de la cultura occidental. Desde entonces el siglo XX estuvo cuajado de hechos históricos determinantes, pero sólo algunos supusieron cambios paradigmáticos en la forma de entender el mundo. Uno de esos momentos decisivos marcó a mi generación, la generación del 79.
El año 1979 fue un parteaguas de la cultura mundial con dos revoluciones de signo opuesto con un profundo significado civilizatorio: la nicaragüense y la iraní. La una recogía la esencia de los valores occidentales y fue la última de su especie, hasta la fecha; la otra clamaba contra ellos. En enero, el Sha de Persia huía ante una sublevación popular monopolizada por el clero que instauró una república islámica con un líder religioso con poder supremo. El 19 de julio, los militantes del Frente Sandinista expulsaban al último miembro de la dinastía de los Somoza. Desde la mirada occidental la revolución sandinista respondía a la racionalidad más elemental, la iraní desafiaba sus cánones. Algo profundo cambió en la manera de ver el mundo a partir de entonces. Y la revolución sandinista simbolizó mucho más que un proceso político local. Parafraseando a Leonel Rugama: la Tierra, entonces, era un satélite de Nicaragua.
¿Por qué un país minúsculo simbolizó tanto? La tiranía del presentismo histórico nos empuja a dibujar el pasado con la paleta ideológica que domina nuestra mirada actual. Si un joven de hoy analizara lo que sucedió en aquellos años en Nicaragua es muy probable que nos hablara de un proceso eurocéntrico y heteropatriarcal. Y tendría razón. Para dar una explicación de qué fue la revolución sandinista para el mundo también se puede dialogar con las personas que éramos entonces releyendo diarios, cartas amarillentas y ajadas, libros deshojados.
Con dificultades para embridar el tirón de la melancolía, me sitúo en esos años y me asombra el extraño consenso que concitó aquella revolución en el interior de Nicaragua y en el mundo entero. Aunque el grueso de la dirigencia sandinista tenía una adscripción marxista, a la revolución se sumaron importantes sectores cristianos, liberales y conservadores. En muchos países occidentales, se formaron Comités de Solidaridad con Nicaragua de carácter local que acogían a heridos en combate, reunían dinero y medicinas para enviar al “pueblo” nicaragüense, pero sobre todo daban el cante, literalmente, en colegios, institutos, iglesias y plazas para “concientizar” sobre la construcción del hombre nuevo (discurso patriarcal se diría ahora). Estas pequeñas agrupaciones eran la punta de lanza de un sentimiento muy compartido, no sólo entre la gente de izquierdas. En los primeros ochenta, cuando centenares de sus integrantes fuimos llegando a Nicaragua, llevábamos los bolsillos llenos de fajos de dólares que nos entregaban, personas nada sospechosas de izquierdismo. Las Rosalías y Bisbales de aquellos años (Miguel Bosé, Sergio y Estíbaliz…) cantaban los versos incendiarios de la Misa Campesina Nicaragüense llamando a la hermandad revolucionaria.
Nicaragua enamoró al mundo. Era complicado no admirar la valentía de una población que se levantó mayoritariamente contra una dictadura; difícil no empatizar con un Frente Sandinista que tras la victoria no fusiló ni a uno solo de los genocidas; imposible no adorar a un pueblo que durante meses movilizó a miles de adolescentes voluntarios para que vivieran con sus hermanos del campo la buena nueva de la alfabetización. La idiosincrasia poética del nicaragüense contribuyó a que la revolución levantara pasiones: las canciones-himno de los Mejía Godoy, el lirismo de los Guardabarranco y Salvador Bustos, el movimiento teatral MECATE…
La energía que la revolución enviaba al mundo se alimentaba de una interpretación de la historia que, después descubrimos que estaba en vías de extinción: la creencia de que existe un propósito universal colectivo al que la humanidad, todo el género humano, camina. Un propósito con muchos nombres, pero que conminaba a la identificación colectiva como generadora del sentido vital. Por el contrario, en aquellos años tomaban impulso a su vez corrientes de pensamiento radicalmente enfrentadas a esta cosmovisión. En 1979 Lyotard publicó el emblemático texto “La condición postmoderna” y como lluvia fina fue extendiéndose por el mundo universitario la nueva certeza de que la verdad es una construcción del lenguaje y por tanto negociable. En lo político Irán, también Afganistán, reclamaban por las armas ordenamientos gobernados por las sotanas. Pero en tierras de cristiandad, al tiempo que se apagaban los tambores del pueblo unido jamás será vencido, comenzaban las trompetas de la teología de la libertad individual. En 1979 Margaret Thatcher llega al poder sin ocultar el corazón de su evangelio: “No existe esa cosa llamada sociedad. Hay hombres y mujeres individuales, y hay familias”. Su amigo Ronald Reagan dejaba claro el pilar sobre el que se construiría su proyecto “El gobierno no es la solución a nuestro problema; el gobierno es el problema”. Nada de perseguir sueños colectivos. La nueva proclama llamaba a organizar el mundo de las cosas para que no molestara el libre devenir de los individuos, cada uno con su autonomía para decidir lo que le hace feliz.
Los sandinistas tuvieron mala suerte con Ronald Reagan. que focalizó su fuerza destructiva en acabar con la revolución nicaragüense. No sólo creó la “Contra”, armando a las fuerzas dispersas de la guardia somocista, construyó aeropuertos militares en el sur de Honduras, minó los puertos nicaragüenses y docenas de acciones de guerra convencional, sino que, cuando el Congreso de su país le prohibió destinar fondos públicos a esta actividad ilegal, consiguió el dinero para la Contra vendiéndole armas al Irán de los ayatolás con la ayuda de las redes del narcotráfico.
No podemos saber qué hubiera sido de Nicaragua sin la hostilidad de los EEUU. En los primeros años de revolución, el país real se alejaba mucho de la caricatura que se hacía en la prensa conservadora de la época como un régimen comunista colectivista y represivo. La estructura de poder del país con nueve comandantes sandinistas de tres tendencias diferentes que compartían las decisiones con el gobierno civil albergaba una economía mixta donde se construían ingenios azucareros estatales al tiempo que la Casa Pellas vendía sus Toyotas en el Zumen de Managua. El complejo estatal lechero de Ciudad Sandino nutría de leche pública a las escuelas, los mismos días que las brigadas de corte de café en las zonas de guerra recogíamos el “rojito” en fincas privadas. A partir de 1983 la guerra se generalizó y colonizó cada uno de los poros de cuerpo social construido. El servicio militar obligatorio y la caravana constante y ominosa de camiones con ataúdes volviendo a las comunidades, fueron pasando factura a un pueblo que, si en el pasado mostraba con orgullo los muñones de la lucha contra la tiranía, ahora vivía, con un pulso agónico, cómo toda una generación, la del 79, que eran niños y adolescentes en los días felices de la liberación, se quedaba sin futuro.
Después llegó 1990 y el telón cayó. La derrota del Frente Sandinista frente a Violeta Barrios no solo significó un cambio de gobierno que finiquitó las instituciones revolucionarias, sino que inauguró un nuevo ciclo que llega hasta nuestros días. Un sector importante de la dirigencia sandinista arrancó la nueva etapa con un asalto conocido como “la piñata” que consistió en repartirse los bienes públicos entre los afines antes del cambio de gobierno. Se explicó como una forma de preservar el control del pueblo sobre lo conquistado con la insurrección, pero pasaron los años y de aquellos bienes públicos nunca más se supo. El Frente Sandinista, que era una estructura compleja de pesos y contrapesos entre comandantes, líderes de organizaciones, policía, ejército…, se convirtió en un partido político convencional donde Daniel Ortega, a base de alianzas con los otrora enemigos de la revolución, fue ocupando los espacios de poder del país con la ayuda de su propia familia. Hace ahora un lustro, en abril de 2018 la forma en que se reprimieron las protestas, con centenares de personas asesinadas, decenas de presos políticos y un exilio de más de 100.000 personas según ACNUR, puso a Nicaragua nuevamente en el centro del foco mediático, sumiendo en la tristeza no solo a los nicaragüenses sino a todos cuantos amamos aquel sufrido país.
La generación del 79 fue marcada en su gestación por una fuerza que parecía en decadencia y que la revolución sandinista iluminó: el afán por la construcción colectiva de la felicidad humana. Es probable que sean anhelos ya finiquitados, pero los ciclos civilizatorios no son eternos y la nostalgia es el mejor aliado de la depresión y la parálisis. Los nicaragüenses, hijos de Darío, crearon consignas para casi todas las situaciones, una que se repetía especialmente cuando no se veía claro el horizonte o cuando arreciaban las derrotas me acompaña desde entonces: ¡Después del primer paso, no pararemos de andar jamás!
20 de agosto de 2020
20 de agosto de 2020