Actualmente, el sentido de pertenencia y propiedad están ligados a la construcción de los pueblos y países. De ese modo, un pueblo se percibe propietario del territorio delimitado por la convención de las fronteras. Pero dicho territorio y su propiedad, conferida de derechos y deberes, recogidos en sus constituciones no deja de ser algo históricamente temporal y ciertamente ilusorio.
Estamos lejos aún de que las fronteras se entiendan como lo que deberían ser, una circunscripción meramente administrativa entre las que conviven pueblos de lenguas y culturas diversas pero que se otorgan una organización colectiva. La administración de los bienes y recursos naturales en las que habitan dichos pueblos debería ser una obligación de los mimos, no para la explotación y beneficio del propio país sino para toda la humanidad.
Visto así, la soberanía y la pertenencia a un pueblo determinado estaría más ligado al sentido de responsabilidad de cuidar y transmitir un legado cultural y medioambiental.
Pero hoy, insisto estamos muy lejos de esa visión, por lo que no es de extrañar que Bolsonaro, siendo presidente enviara un mensaje al mundo, para que entendiera que el Amazonas era cuestión y propiedad exclusiva del Brasil. Y lo triste que, tal como se conciben hoy día los estados y las relaciones de nacionalidad parce que la realidad le daba la razón. No así el sentido común.
Hemos visto en Nicaragua, cómo un régimen arrebata la nacionalidad a sus ciudadanos, según el capricho de la pareja dictatorial. Es decir, declara apátridas a personas nacionales cuyos registros de nacimiento, documentos de ciudadanía, títulos académicos, etc., no pueden borrarse de los registros como si nunca hubieran existido. Dicho de otro modo, lo que hacen los Ortega-Murillo es revelar que, en realidad, la patria o la nacionalidad no existe, o existen como entelequia o imaginario. De lo contario no podrían decretar por ley que alguien nacido nicaragüense deje de serlo por decisión de un régimen. Si Nicaragua existe como nación, no solo se debe a las fronteras sino a un pueblo, formado de ciudadanos, por lo que es intrínseco al concepto de nación.
Igualmente, en ese país, se consolida la depredación del medioambiente con la explotación de los bosques de Bosawas, por ejemplo, o el conflicto entre colonos y pueblos originarios en la Costa Caribe y parte del territorio de la reserva natural más grande de Centroamérica. Lo peor que le puede ocurrir a una reserva natural es que en ese país existe un régimen dictatorial desalmado porque sin democracia, nadie controla a nadie, y solo existe un ejecutor.
Todo ello, en realidad, sigue partiendo de algo muy absurdo que nos tiene a todos los seres humanos peleando como nuestros ancestros por conservar nuestros hogares cavernarios. Seguimos viviendo en las cuevas y componiendo figuras a las que venerar como la patria y otras cosas.
No podemos evitar que el territorio de un país disponga de inmensos recursos naturales y otro no. Es un azar absoluto. Pero sí podemos evitar que los que habitan dicho país crean que es solo suyo y no del resto de la humanidad.
Ese cambio de mentalidad posa por volver a elevar el derecho internacional a las aspiraciones y sueños que hombres que vivieron los horrores de la primera mitad del siglo XX concibieron. Volvamos a leerlos, a escucharlos. Volvamos a los principios.
Sería bueno sentir menos orgullo por ser de un u otro país, y empezar a sentirlo por llegar a ser humanos. Hay camino por delante.